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02 enero 2006

Los náufragos del silencio

Pre-Texto
Mi novela "Los náufragos del silencio" se quedó inédita. Cuando la terminé 1978 El Salvador era apenas noticia en Francia y las editoras españolas mostraban ya por esa época cierto fastidio por la literatura "sudaka". Los temas que aborda habían dejado de ser atractivos: las tribulaciones de un cipote en los años cincuenta en un país desconocido.

Enviar un manuscrito a El Salvador entonces era simplemente descabellado, sobre todo si en algunas páginas se tocaban ciertos problemas sociales y políticos que se agravaban cada vez más.
Ahora tal vez cobren estas páginas algún interés, hablar de aquella década es casi hacer historia, aunque se trate de una novela. Me permito ponerles aquí el primer capítulo. Espero sinceramente que alguna vez salga a luz y que llegue hasta los lectores salvadoreños, en los que pensé cuando le robaba horas a la noche.
Los náufragos del silencio
-1-

Es terrible. Esperar noches enteras apretando la almohada la llegada de aquel día en que el Peche Martínez me dijera que hoy, manito, esperame detrás del Instituto, en el camino del volcán, bajo el amate. Hoy te traigo el libro, a las nueve en punto.

¡Qué oscurana aquella, qué tinieblas! Y todavía le tenía miedo al cadejo; no lejos de ahí, próxima, patente oí la gloriosa carcajada de la Ciguanaba.

Bajo un amate lleno de misterios y fantasmas, árbol que florece sólo una vez al año, en plena medianoche. Su flor blanca surge en el centro del tronco. Fortuna al que pueda cortarla en ese instante, inmediata muerte si en su intento fracasa. Se queda ahí vuelto espíritu, poblando de suspiros las ramas, hasta que otro desafortunado venga a buscar la gran flor blanca del amate, en una noche sin luna. Oía suspiros y pasos lejanos que se alejaban. Temía las lechuzas que en alguna rama me observaban con sus ojos amarillos.

Sentía que el tiempo jugaba con sus segundos estirándolos, con sus manos tiesas, apretándolos con sus dientes de boca oscura.
No había sombras en aquellas tinieblas; el último farol del barrio San Miguelito, a lo lejos parecía un lucero, pispileaba entre las ramas bajas. No hay silencio más intenso que el de un corazón batiendo sus velas en la garganta. No sé por qué esperaba ver salir del cafetal al finado aquel que bajaba del cementerio Santa Isabel, con su eterna y monótona letanía: "dame mi nalga que aquí está tu guacal". Pero los únicos pasos los oía en el aire, en el amate, lejanos perdiéndose en las ramas.
Cuando la Carreta Bruja atraviesa Santa Ana baja del volcán. El cuerpo de la noche va tragando los chirridos, los cascos de los bueyes negros producen sólo el eco de sus pasos. Bajo las ramas pobladas de suspiros del amate esperaba al Peche Martínez, los latidos en mi garganta me parecían el lejano eco de los cascos, faltaban los chirridos para entregarme la certitud del rapto, de ese rapto tan temido y mil veces anunciado por la voz ronca de mi tía Tona.
En las bolsas vacías del pantalón buscaba la pata de gallo protectora, la semilla chacha de marañón, la piedra ojo de gato, la pita con los siete nudos. Mis manos recorrían insistentemente los bolsillos con la sed de un extraviado en el desierto, pero nada, ningún amuleto, mi miedo estaba desnudo.
El Peche Martínez había dejado sonar la torre del Calvario sus nueve funestas campanadas desparramando el tiempo en la noche callada. En mi ansiedad oía sus pasos ausentes, el Peche tardaba.
Sabía que pronto los lirios encantados llorarían, se quejarían de su amor secreto. La voz de mi tía me sonaba en la cabeza con todos sus cuentos. Esos primos de amores prohibidos, que en su fuga incierta encontraron obstáculo y prueba y que fueron alcanzados por el terrible venado pardo. Hechos flor por su hermosura y por la magia, condenados a gemir y a mecer sus tallos en busca de un imposible abrazo. Llorarían su pena, su eterno amor castigado.
La noche no es como el día, no declina, avanza con sus pasos oscuros. Lenta es la noche. La espera estira el tiempo como si fuese melcocha. El Peche Martínez no vino.
Sonó la media desde la torre, ese machete exacto que aplana las mechas de los segundos rezagados. Abandoné el amate poblado de suspiros, temí ser encantado por el llanto de los novios, caminé lentamente, de espaldas a la oscuridad, con los ojos clavados en el lejano farol. Iba triste, con miedo, las manos en los bolsillos. Volvía a la ciudad. Las otras parroquias siempre atrasadas salpicaban la noche con sus campanadas.
Llegué al barrio con los pies empolvados, zapateé en el pavimento. La luz de la tienda de don Encarnación aún estaba encendida. Los últimos clientes fumaban distraídos con los vasos vacíos sobre la mesa, escuchaban la última ranchera. Apenas iban a ser las diez.