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02 febrero 2006

Desempolvando textos

El mismo encuentro contado de nuevo y de modo diferente
“Flash-back” o retrospectiva



No hay nada similar a los encuentros imprevistos. Carole era una muchacha que no se encasilla a través de esas palabras de bonita, atractiva o guapa, como dijo el mesero de La Canaille. Era mona como diría el gallego, pero todo eso no era referente a lo que su físico pudiera evocar. Si usted quiere, esas palabras dicen de más o no lo dicen todo. Era de esas muchachas que nadie, ningún hombre deja de voltearse al ver su cadencioso paso y no se priva de proferir algún comentario (aunque sea en secreto), pero tampoco para enunciar algo que sintetice, es decir, todo el mundo se refiere a... a un detalle. El elogio o el encomio no atañe al conjunto. Se habla del giro de su cabeza, de su ondulada manera de preservar el equilibrio de la cadencia, de sus zapatos que no ocultan la belleza de sus pies. Existen empeines que logran conjugarse con la sonrisa. En el andar, a veces, resulta superfluo como se colocan los pies, son los brazos que en su movimiento nos obligan a viajar hasta el ensueño.

Aquella tarde, Carole y Gustavo bajo la lluvia eran una luz espesa que teñía los torrentes de leyendas. Inexplicable fue esa frase que sonó en medio de esa lluvia que iba menguando desconcertada: “Serás mi Ciguanaba antes del castigo”. Sin buscar misterios un nuevo beso acompañó el último relámpago de la tarde.

Encuentro imprevisto. Carole no solía entrar en los cafés de su barrio, aún menos responder a los que la abordaban con intenciones segundas, con piropos que poco aludían a su belleza, sino a la expresión de su rostro, que engañaba, pues se presentaba como afable invitación, como un coqueteo permanente, como una acogida calurosa. Todos los hombres, salvo raras excepciones, se precipitaban a tomarla de la mano, al suponer su sonrisa amable entrega o la respuesta de una víctima que ha mordido el anzuelo donjuanesco de poca calaña. Pero las raras excepciones se fueron convirtiendo con el tiempo en meras amistades masculinas, en las que un dosificado coqueteo (real éste) impedía el surgimiento de relaciones de mutua entrega amorosa.

Por supuesto, Carole tuvo amores, aunque todos fugaces en sus años de estudios, en noches de preparación de exámenes (“amores de estudiante” como dice el tango). Carole había entrado al café simplemente porque Bernard prefería citarla fuera de su casa. La consideró siempre preciosa amistad. Bernard le temía a la intimidad que se respiraba en la sala del departamento de Carole —juego de colores, combinación de muebles, luces tenues, cojines evocadores—. Eso ponía en peligro su amistad... Aunque su amistad y sus palabras siempre permanecieron en el linde, al borde... Era una manera de arriesgar y de perpetuar.

Las repetidas miradas al reloj de aquella tarde procedían de la tardanza de Bernard, pero fueron cumpliendo bien el papel de banderillas en el cuerpo de Gustavo. La primera vez que Carole consultó su pulsera pensaba menos en el tiempo que en la posible llegada de Bernard que vendría a interrumpir su charla con Gustavo. Gustavo interpretó (decodificó según R. B.), apremio y aburrimiento. La semiótica del gesto. Lenguaje de los ojos. Es lo mismo que las células y los tejidos en plena conversación en código ADN (lenguaje intraducible más allá del descubrimiento físico-químico). Naturaleza que comunica: pereza mental, antropomorfismo absurdo, metáfora de antipoesía. Sin embargo Carole intuyó perfectamente que Gustavo sufría los latigazos del tiempo consultado. En tanto que narrador omnisciente, de pleno derecho, doy testimonio que la femenina intuición de Carole dio en el clavo.
La desnudez de Carole y de Gustavo no se reflejaba en el empañado espejo, las sales y aguas calientes de la tina dilataban poros, relajaban el ritmo de los latidos, precipitaban la luz en múltiples colores en la espuma, distendían el apuro de tendones. El vapor había evacuado al tiempo. Los movimientos se acoplaban en el húmedo espacio, frotándose espaldas, muslos, pechos, brazos. No había acecho en la esponja. Era un alga que recordaba su oficio, se deslizaba en los cuerpos descubriendo una hermandad que había ido más allá de su origen.

Reinaba en el ambiente una claridad íntima que la luna hubiera envidiado en los claros del bosque. Los cuerpos se vestían de caricias casi rituales y las sonrisas perseguían besos iniciales. Copla de murmullos, palabras entrecortadas que flotaban salpicando las venas ensanchadas.

Gustavo había vestido el kimono japonés ofrecido por Carole. En una bandeja de esmaltes orientales humeaban pequeñas tazas de té. De nuevo entre ellos se impuso un silencio rasguñado por ruidos callejeros cada vez más lejanos; la ciudad era un mar de mareas mordiendo arenas más profundas, desnudando el vientre de la tierra. Los sorbos propiciaban las miradas furtivas. No hubo premura en los gestos, ni en el paulatino e imperceptible acercamiento de los cuerpos, las renovadas caricias los obligaron a tenderse en la alfombra que albergaba además sutiles cojines y una evocadora silla de mimbre. La luz cada vez mas comedida subía al cielo raso encebrando las paredes desde una lámpara traída de Oriente en un viaje de verano. Los colores se fugaban al cerrar los ojos en prolongados besos, las manos despaciosas atrasaban al tiempo regocijándose en la fuente del renacido calor de las palpitaciones. La voluptuosidad se ausentaba de sus mentes, las proezas de brazos y piernas tenían la ingenuidad de un ciervo aplacando su sed en manantiales, eran signos novicios de un lenguaje de imperfectibles afirmaciones. Carole descifraba misterios en la piel de Gustavo. Gustavo asía cojines pretendiendo trasladar ahí el incendio de sus nervios. Los cuerpos enfrentados no buscaban otra proyección que su propia sombra, ser el vórtice de todas las alas que avizoran el abismo del placer. La sangre se alza buscando su complemento y la dual caída en la más placentera de las fatigas.